Leyendas del Playground: Earl "la cabra" Manigault
Muchos de los amantes del bàsquetbol, en especial del baloncesto callejero habràn oìdo alguna vez de "la cabra" un jugador que deslumbrò por sus piruetas con el balòn, pero que tuvo un infeliz descenlace. Incluso hay una pelìcula que relata su vida, la cual desafortunadamente aun no he podido ver.
De la pàgina española www.acb.com he extraìdo esta crònica que nos muestra la primera parte de su historia.
Si alguien hizo grande la leyenda de la Rucker, ese fue, sin duda alguna, Earl 'The Goat' Manigault. Siendo muy niño su familia se trasladó al corazón de Harlem y allí asistió a los grandes encuentros disputados en el Amsterdam Park. Desde entonces, vivió por y para el baloncesto. En esta primera entrega, conoceremos sus primeros años de vida, su paso por el instituto donde comenzó su fama y su vuelta a casa tras un efímero paso por la Universidad
Llegados a uno de los puntos álgidos de la serie insinuemos algo importante: la Edad de Oro de la Rucker (1969-1981) o de la misma NBA (1982-1993) tuvo lugar en ambas por la atracción superior que uno o varios jugadores ejercieron sobre el resto. La excelencia o superioridad de ciertas figuras, hoy Leyendas, produjeron automáticamente un impulso de adhesión, ya sea en el Juego ya en el Ojo que lo observa.
De entre todas las Leyendas del Playground, destacará eternamente una por encima de todas: Earl 'The Goat' Manigault. Las maneras y usos de aquel fenómeno individual fueron adoptados en su momento como algo sobrenatural y seguramente y pese a la anemia de imágenes, aun a día de hoy. Rara vez ocurre pero surgen históricamente prodigios a los que la inexorable Ley de la Evolución parece no afectar. Pese a la distancia que los separa y al dispar uso científico de las técnicas, la frecuencia de zancada de Jesse Owens no ha sido igualada ni siquiera por Michael Johnson; la excelencia, gracilidad y sensibilidad en los movimientos de Nadia Comaneci o Greg Louganis tampoco tuvieron parangón posterior; y con Manigault sucede algo parecido: casi con toda seguridad su vuelo vertical ha resultado hasta ahora el más asombroso de todos los tiempos.
Hablando de tiempo, éste no ha hecho más que engrandecer su leyenda, exagerándola a menudo por el encono en mantener viva la llama de su legado. Para muchos, como Abdul-Jabbar (¿the best player his size in the history of NYC'), fue el mejor. Pero el mejor... 'en qué? Conviene aquí no equivocarse: Manigault vivió de una sola actividad: el Circo, el más formidable quizá nunca visto, pero Circo a fin de cuentas. Es como si obedeciendo a una profunda exigencia de su organismo se entregara apasionadamente al ejercicio de una sola actividad espontánea. 'The Goat was only 6-1, but like Jumpin' Jackie Jackson before him and Jumpin' Artie Green after, he made his name in the air', acertaba describiéndole el periodista Russ Bengtson. Sin embargo, toda potencia exclusiva en un deportista se desvirtúa y falsifica con el paso de los años. Convendría por ello destacar su legado como el más frecuente (nadie vivió más horas de calle que él), sensacional y asombroso en la historia del anónimo asfalto. Y quizá no tanto, y esto es lo importante, como entero jugador de Baloncesto.
Echemos un vistazo a su biografía, donde contrariamente no encontramos similitud con ninguno de cuantos fenómenos hayan ido pasando por aquí. Sin haber documentación expresa sobre la fecha exacta, se apunta al verano del 44 como el de su nacimiento en Charleston (Carolina del Sur) como el último de nueve hermanos en una familia abandonada a la más terrible miseria. Con apenas cinco años su madre, Mary Manigault, emigra al corazón neoyorquino de Harlem, al West Side, en la calle 99, donde se hacinan las hordas negras más desfavorecidas. Y así una triste chabola de madera dará cobijo a la familia durante años, una improvisada choza sin agua ni luz en medio de la jungla de asfalto.
La madre estará ausente cada jornada metiendo horas a destajo en una lavandería por un puñado de pavos para poder alimentar a sus hijos, que con el tiempo irán desapareciendo absorbidos por el abismo de las calles. El área entre la 98 y la 106 no era más que un marasmo inhabitable de droga, violencia y crimen. Las primeras páginas en la vida del pequeño Earl transcurren en plena calle, contemplando en íntimo silencio las luchas fratricidas entre bandas rivales y un escenario, más noble y sugerente, le marcará de por vida: la Rucker (nacida en 1946 en nombre de Holcombe Rucker), disputada en el llamado entonces Amsterdam Park, sagrado lugar que mucho tiempo después recogerá su propio nombre. Con ocho años asiste en 1962 a uno de los partidos más legendarios en el curso del torneo: el asombroso duelo entre Wilt Chamberlain y Connie Hawkins, donde Jackie Jackson asombra en cada uno de sus vuelos. Y esto es lo que Earl asumirá primeramente para sí, el salto con balón, la creación improvisada de acrobacias en pleno vuelo una vez sea consciente de que por alguna extraña razón saltaba muchísimo más que el resto de los mortales.
Con 13 años, 1.65 y siendo ya capaz de algo más que tocar el aro, asombra en la Franklin High School al poder machacar libros y balón simultáneamente. Pero al margen de estas proezas su juego ofensivo maduró notablemente (como junior alcanzará una noche los 52 puntos) e igualmente entabla allí su primer contacto con la marihuana, motivo por el que será expulsado de la escuela. La pésima pronunciación de su apellido por parte de un maestro ('many-goat') le granjeará el sobrenombre que le acompañará para siempre ('The Goat', 'La Cabra'). Ingresa después en el instituto Laurindburg de Carolina del Norte, donde a los 17 años continúa siendo una mezcla de jugador, feriante y amante de la droga blanda. Terminando su periplo escolar y con una fama sin precedentes pese a su desmaña académica, representantes de hasta 100 universidades le cortejaron para llevárselo y 75 de ellas le ofrecieron una 'scholarship' (beca)(Duke, North Carolina e Indiana entre ellas).
Pero Manigault, ingenuo e ignorante del mundo hasta decir basta, se decantó por la pobrísima Johnson C. University por acoger únicamente a estudiantes de raza negra. El mundo blanco será siempre algo desconocido y hostil a su óptica suburbana. Allí tiene la mala suerte de toparse con un entrenador desastroso, Bill McCullough, con quien mantendrá una relación imposible que durará tan sólo seis meses. Transcurrido ese período escapa para regresar definitivamente a Harlem, su líquido elemento. A partir de ese momento toda su existencia girará en torno al Baloncesto, allá donde entiende que su indigencia podía ser combatida. Cuentan que disputaba todos los partidos posibles, llegando a apurar jornadas de hasta 20 horas sin descanso. A menudo se ha venido hablando en esta serie del torneo de la Rucker, celebrado en verano y con unas características muy reconocibles, pero en el caso de Manigault conviene atender al resto del año, en esos cientos, miles de partidos anónimos día a día que hacían del parque de la 99 un carnaval interminable.
Es allí, en los últimos sesenta, donde la fama de Manigault alcanzará su máximo esplendor merced a acciones que no se habían visto jamás y que con toda seguridad nadie ha podido hoy en día repetir. En uno de aquellos descansos improvisados entre tanta paliza, un jovencito de Roosevelt llamado Julius Erving le abordó completamente maravillado ante lo que estaba viendo para decirle: 'Dios, era cierto todo lo que había oído sobre ti'. (Continúa en la próxima entrega)
Artìculo extraìdo: www.acb.com
De la pàgina española www.acb.com he extraìdo esta crònica que nos muestra la primera parte de su historia.
Si alguien hizo grande la leyenda de la Rucker, ese fue, sin duda alguna, Earl 'The Goat' Manigault. Siendo muy niño su familia se trasladó al corazón de Harlem y allí asistió a los grandes encuentros disputados en el Amsterdam Park. Desde entonces, vivió por y para el baloncesto. En esta primera entrega, conoceremos sus primeros años de vida, su paso por el instituto donde comenzó su fama y su vuelta a casa tras un efímero paso por la Universidad
Llegados a uno de los puntos álgidos de la serie insinuemos algo importante: la Edad de Oro de la Rucker (1969-1981) o de la misma NBA (1982-1993) tuvo lugar en ambas por la atracción superior que uno o varios jugadores ejercieron sobre el resto. La excelencia o superioridad de ciertas figuras, hoy Leyendas, produjeron automáticamente un impulso de adhesión, ya sea en el Juego ya en el Ojo que lo observa.
De entre todas las Leyendas del Playground, destacará eternamente una por encima de todas: Earl 'The Goat' Manigault. Las maneras y usos de aquel fenómeno individual fueron adoptados en su momento como algo sobrenatural y seguramente y pese a la anemia de imágenes, aun a día de hoy. Rara vez ocurre pero surgen históricamente prodigios a los que la inexorable Ley de la Evolución parece no afectar. Pese a la distancia que los separa y al dispar uso científico de las técnicas, la frecuencia de zancada de Jesse Owens no ha sido igualada ni siquiera por Michael Johnson; la excelencia, gracilidad y sensibilidad en los movimientos de Nadia Comaneci o Greg Louganis tampoco tuvieron parangón posterior; y con Manigault sucede algo parecido: casi con toda seguridad su vuelo vertical ha resultado hasta ahora el más asombroso de todos los tiempos.
Hablando de tiempo, éste no ha hecho más que engrandecer su leyenda, exagerándola a menudo por el encono en mantener viva la llama de su legado. Para muchos, como Abdul-Jabbar (¿the best player his size in the history of NYC'), fue el mejor. Pero el mejor... 'en qué? Conviene aquí no equivocarse: Manigault vivió de una sola actividad: el Circo, el más formidable quizá nunca visto, pero Circo a fin de cuentas. Es como si obedeciendo a una profunda exigencia de su organismo se entregara apasionadamente al ejercicio de una sola actividad espontánea. 'The Goat was only 6-1, but like Jumpin' Jackie Jackson before him and Jumpin' Artie Green after, he made his name in the air', acertaba describiéndole el periodista Russ Bengtson. Sin embargo, toda potencia exclusiva en un deportista se desvirtúa y falsifica con el paso de los años. Convendría por ello destacar su legado como el más frecuente (nadie vivió más horas de calle que él), sensacional y asombroso en la historia del anónimo asfalto. Y quizá no tanto, y esto es lo importante, como entero jugador de Baloncesto.
Echemos un vistazo a su biografía, donde contrariamente no encontramos similitud con ninguno de cuantos fenómenos hayan ido pasando por aquí. Sin haber documentación expresa sobre la fecha exacta, se apunta al verano del 44 como el de su nacimiento en Charleston (Carolina del Sur) como el último de nueve hermanos en una familia abandonada a la más terrible miseria. Con apenas cinco años su madre, Mary Manigault, emigra al corazón neoyorquino de Harlem, al West Side, en la calle 99, donde se hacinan las hordas negras más desfavorecidas. Y así una triste chabola de madera dará cobijo a la familia durante años, una improvisada choza sin agua ni luz en medio de la jungla de asfalto.
La madre estará ausente cada jornada metiendo horas a destajo en una lavandería por un puñado de pavos para poder alimentar a sus hijos, que con el tiempo irán desapareciendo absorbidos por el abismo de las calles. El área entre la 98 y la 106 no era más que un marasmo inhabitable de droga, violencia y crimen. Las primeras páginas en la vida del pequeño Earl transcurren en plena calle, contemplando en íntimo silencio las luchas fratricidas entre bandas rivales y un escenario, más noble y sugerente, le marcará de por vida: la Rucker (nacida en 1946 en nombre de Holcombe Rucker), disputada en el llamado entonces Amsterdam Park, sagrado lugar que mucho tiempo después recogerá su propio nombre. Con ocho años asiste en 1962 a uno de los partidos más legendarios en el curso del torneo: el asombroso duelo entre Wilt Chamberlain y Connie Hawkins, donde Jackie Jackson asombra en cada uno de sus vuelos. Y esto es lo que Earl asumirá primeramente para sí, el salto con balón, la creación improvisada de acrobacias en pleno vuelo una vez sea consciente de que por alguna extraña razón saltaba muchísimo más que el resto de los mortales.
Con 13 años, 1.65 y siendo ya capaz de algo más que tocar el aro, asombra en la Franklin High School al poder machacar libros y balón simultáneamente. Pero al margen de estas proezas su juego ofensivo maduró notablemente (como junior alcanzará una noche los 52 puntos) e igualmente entabla allí su primer contacto con la marihuana, motivo por el que será expulsado de la escuela. La pésima pronunciación de su apellido por parte de un maestro ('many-goat') le granjeará el sobrenombre que le acompañará para siempre ('The Goat', 'La Cabra'). Ingresa después en el instituto Laurindburg de Carolina del Norte, donde a los 17 años continúa siendo una mezcla de jugador, feriante y amante de la droga blanda. Terminando su periplo escolar y con una fama sin precedentes pese a su desmaña académica, representantes de hasta 100 universidades le cortejaron para llevárselo y 75 de ellas le ofrecieron una 'scholarship' (beca)(Duke, North Carolina e Indiana entre ellas).
Pero Manigault, ingenuo e ignorante del mundo hasta decir basta, se decantó por la pobrísima Johnson C. University por acoger únicamente a estudiantes de raza negra. El mundo blanco será siempre algo desconocido y hostil a su óptica suburbana. Allí tiene la mala suerte de toparse con un entrenador desastroso, Bill McCullough, con quien mantendrá una relación imposible que durará tan sólo seis meses. Transcurrido ese período escapa para regresar definitivamente a Harlem, su líquido elemento. A partir de ese momento toda su existencia girará en torno al Baloncesto, allá donde entiende que su indigencia podía ser combatida. Cuentan que disputaba todos los partidos posibles, llegando a apurar jornadas de hasta 20 horas sin descanso. A menudo se ha venido hablando en esta serie del torneo de la Rucker, celebrado en verano y con unas características muy reconocibles, pero en el caso de Manigault conviene atender al resto del año, en esos cientos, miles de partidos anónimos día a día que hacían del parque de la 99 un carnaval interminable.
Es allí, en los últimos sesenta, donde la fama de Manigault alcanzará su máximo esplendor merced a acciones que no se habían visto jamás y que con toda seguridad nadie ha podido hoy en día repetir. En uno de aquellos descansos improvisados entre tanta paliza, un jovencito de Roosevelt llamado Julius Erving le abordó completamente maravillado ante lo que estaba viendo para decirle: 'Dios, era cierto todo lo que había oído sobre ti'. (Continúa en la próxima entrega)
Artìculo extraìdo: www.acb.com
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